Escribía Miguel Ángel Asturias de la luz, “la sagrada luz del sur”. Naturalmente el Nobel chileno no conocía, a Leonardo – Leonardo Fernández – porque entonces habría escrito, también del color. Luz y color. Gracia de Dios y vida, el Magnificat en la obra de este malagueño universal que lleva a los lienzos lo que vemos cada día, pero que ¡miren por donde! él lo convierte en arte.

Porque podemos hablar de un patio andaluz. Agua, flores; macetas y paredes desvencijadas, desconchones y grifos, paredes que de puro viejo, se caen… el paso de la vida misma. Y va el pincel de Leonardo y lo saca de lo cotidiano y lo eleva y nos lo acerca y nos lo hace saborear, –¿ustedes gustan?—cuanto nos pone a pedir de mano: los nísperos maduros, las cerezas ahítas, las manzanas que pudieron ser las del pecado…

Son bodegones únicos, exuberantes, plenos. Se desmarcan de aquellos de naturaleza muerta del XVII porque la suya es vida que acompaña, vida con la que nos cruzamos al revolver de la esquina, en el frutero de la casa o., al entreabrirse, el día, con las brisas de vienen del mar.

Saben los cuadros de Leonardo a pueblo. A cal blanca, a casas de cal blanca, a niñas que riegan los tiestos de flores, a imágenes que abren un abanico de colorido donde se aúnan, historia y tradición, que vienen de la Escuela Malagueña del XIX y, entremezclada, nos deja ver algo de lo que los pueblos tuvieron ayer y retienen, aún, hoy.

Geranio y rosas, poesía de Juan Ramón: “Me esperan las rosas / bañando su carne” o de Federico: “Vosotras junto al mármol…” o de Leonardo que se las lleva al lienzo cuando ya nos han dado su perfume, su esencia y, ahora, en el jarrón, nos dan la belleza última.

Está Leonardo en su momento de madurez. Comunica con el espectador que se acerca. Le dice y le envuelve y, como el agua aquella –la del grifo también—del pozo de la samaritana, no sólo no deja indiferentes sino que, además, con creces, sacia nuestra sed. Luz, sagrada luz del sur y color en la pintura de Leonardo.

Que ustedes la disfruten.

José Morales García.